Aventuras trepidantes del detective Jim Wallace. En este caso, cambiando continuamente de personalidad, va logrando el objetivo de reunir los seis anillos que le conducen al botín, eliminado por el caminos a los peligrosos contrincante.
Nick Carter
Seis anillos de muerte
ePub r1.0
Titivillus 01.05.2020
Título original: Six Rings of Death
Nick Carter, 1933
Traducción: José Mallorquí
Ilustraciones: Desconocido
Retoque de cubierta: Titivillus
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
CAPÍTULO PRIMERO
LEGADO DE TERROR
El ascensor se detuvo en el cuarto piso, y un hombre de aspecto vigoroso y edad indefinible salió de él. Avanzó rápido por el pasillo y fue a detenerse ante una puerta vidriera en la que se leía el nombre de «Haley & Cía. — Joyeros».
El hombre se palpó el pecho y la cadera. Ningún bulto en su elegante traje gris, indicaba que fuese portador de dos pistolas bajo los sobacos y otra en el bolsillo de atrás del pantalón.
Después de abrir la puerta entró en una desierta habitación sin ventanas. En un extremo veíase otra puerta. El visitante dirigiose hacia ella y llamó insistentemente.
Pasaron unos segundos. Por fin se abrió una ventanilla que dejó ver una fuerte reja y el rostro de una joven que preguntó al hombre el motivo de su visita.
—Soy Jim Wallace. El señor Haley me ha mandado llamar.
La empleada, sonriendo, cerró de nuevo la ventanilla. En seguida abrió la puerta y, saludando al famoso detective, invitole a pasar.
—La compañía de seguros nos dijo que tomásemos todas estas precauciones a fin de proteger las joyas —explicó.
Jim sonrió comprensivo y siguió a la joven a través de una oficina en la que trabajaban dos mecanógrafas y un hombre. Por fin llegaron a un despacho situado a la izquierda de la sala. Un momento después, Wallace estaba ante Frederick Haley, el famoso joyero, quien, de pie ante su mesa escritorio, le tendía la mano.
—La compañía de seguros me indicó que deseaba usted verme, señor Haley —dijo el detective—. Es todo cuanto sé acerca de este asunto.
Haley movió la cabeza.
—Me dijeron que era usted el mejor detective de los Estados Unidos —empezó— y quisiera que hiciese un trabajo para un amigo.
—¿Qué clase de trabajo? —preguntó Jim.
Haley guardó silencio un instante. Después dijo:
—No puedo explicarle de qué se trata. Todo cuanto estoy en condiciones de decirle es que mi amigo se llama Benson y que estará en el vestíbulo del Hotel Massachussetts dentro de… —el joyero consultó su reloj— dentro de un cuarto de hora. Llevará un traje negro y un clavel rojo en la solapa. También le diré, por si le interesa, que se trata de una causa justa.
Jim se levantó, diciendo secamente:
—Me interesa. Ahora perdóneme usted, señor Haley, pero voy, a marcharme. Si quiero estar en el hotel Massachussetts dentro de un cuarto de hora tendré que darme mucha prisa.
Salió del despacho, esperó a que la joven empleada le abriese la puerta y corrió hacia el ascensor. Un minuto más tarde llegaba a la calle.
* * *
Cuando Jim F. Wallace entró en el vestíbulo del hotel Massachussetts su aspecto había cambiado. El ala de su fieltro, que de ordinario le caía en suave curva sobre los ojos, había sido vuelta hacia arriba. Aque lio y una expresión de perfecto idiotismo desfiguraba por completo el despierto rostro del detective. Nadie hubiera supuesto, al verle, cuál era su verdadera personalidad.
No tardó mucho en encontrarle. Benson había trabajado años antes para el Servicio Secreto, y Jim ignoraba los motivos que tuvo para retirarse.
El joven preguntose por que empleaba un medio tan visible para encontrarse con él. Por otra parte, el que Benson fuese amigo de Haley no era extraño. Como empleado del Departamento del Tesoro, debía de haber visitado infinitas veces al famoso joyero.
El detective siguió mirando a su alrededor. Sentados en un extremo del vestíbulo descubrió a dos individuos conocidos. De momento no pudo recordar sus nombres, pero sabía que eran gangsters de segunda clase, pues aunque habían cometido la necesaria cantidad de crímenes para llamarse pistoleros, no habían ingresado aún en las bandas neoyorquinas.
Benson levantose y dio unos pasos por el vestíbulo. Wallace advirtió en seguida que uno de los pistoleros daba con el codo a su compañero. Ambos bajaron los periódicos que fingían leer y siguieron con la mirada a Benson. Jim comprendió el significado de todo aquello.
El antiguo agente secreto que quería que Jim Wallace trabajase para él estaba condenado a muerte por algún gangster.
El detective sonrió. Aquel parecía ser un caso interesante. El trabajo de las semanas anteriores le había aburrido soberanamente. Sólo una sucesión de problemas sencillos. Al día siguiente de recibir el encargo arrestaba al culpable y al otro enviaba la factura de sus honorarios. Ganaba mucho, pero se aburría como una ostra.
En cambio el asunto actual no prometía un gran beneficio (el aspecto de su nuevo cliente no era de persona rica), pero sí emoción y peligro. Antes de hablar con él, Wallace comprendió que, fuese cual fuese el caso, trabajaría para Benson.
* * *
Jim cruzó el vestíbulo y, dirigiéndose al despacho de recepción, presentó su tarjeta al empleado. Al leer el nombre impreso en la cartulina, este arqueó, asombrado, las cejas y miró al famoso detective, quien solicitó hablar con su colega del hotel.
Cuando hubo cambiado unas palabras con el policía retirado que ejercía las funciones de guardián del orden en el Massachussetts, Jim volvió sobre sus pasos y recostose en una columna para observar la marcha de los acontecimientos.
El detective del hotel miró a su alrededor sin demostrar la menor sospecha. Al fin pudo descubrir a los dos gangsters sentados en el rincón y, pausadamente, dirigiose hacia ellos.
Wallace estaba demasiado lejos para oír las palabras que se cambiaron entre los tres hombres, pero se las imaginó. Pasaron unos segundos. Los dos gangsters se levantaron y, poniéndose los sombreros, encamináronse hacia la puerta del hotel. Iban muy juntos y mirando furtivamente al detective.
Cuando hubieron salido, Jim dio las gracias a su colega, quien, encogiéndose de hombros, regresó a su despacho. Cuando volvió a mirar a Benson descubrió que éste no apartaba la vista de él. Indudablemente lo que acababa de ocurrir no le había pasado inadvertido.
* * *
No habiendo ya motivo para ocultarse, Jim dirigiose hacia el hombre y, tendiéndole la mano, preguntó:
—¿El señor Benson?
—Yo mismo —contestó el otro—. Supongo que usted será Jim Wallace. ¿Recibió el encargo que le envié por mediación de Haley?
Wallace asintió.
—Yo estaba en el Servicio Secreto —explicó Benson—, pero me retiré hace un par de meses.
—¿Por qué?
Benson movió la cabeza.
—No por lo que usted cree —replicó—. No me expulsaron ni me exigieron la dimisión. Fue por motivos de salud. Sigo recibiendo media paga. —Y mostró un certificado a Jim.
—Siga, usted con su relató —dijo el detective—. Y perdóneme por haber dudado de usted.
—Cuando aún estaba en él Servicio tuve ocasión de hacer un favor a un ladrón llamado Taubeneck. —Este nombre no dijo nada a Jim—. Taubeneck murió en Atlanta hace un mes. Fui yo quien le envió a esa penitenciaría. El hombre me estaba agradecido, pues cuando le detuve hubiese podido matarle. En lugar de hacerlo me desvié de mi camino por salvarle la vida. Hice también otras cosas por él; cuidé de sus pequeños mientras cumplía su condena.
Wallace sonrió. Hasta el momento la historia era perfectamente plausible. Benson prosiguió:
—El resultado de todo fue que Taubeneck, al morir, me nombró su testamentario, con el encargo de conservar para mí la mitad de su dinero y entregar el resto a sus hijos. Ese dinero está en una caja de seguridad de un Banco de Nueva York. La llave la tenía, entre los efectos que le guardaba, el jefe de la cárcel de Atlanta…
Benson interrumpiose bruscamente, dirigiendo una temerosa mirada a su alrededor. Acercose más a Jim, al hablar de nuevo, su voz era un susurro.
Desde que recibí la llave he sido perseguido —continuó—. Se me ha condenado a muerte. De esto hace tres días y ya se ha atentado quince veces contra mi vida. Todas ellas han parecido accidentes casuales. No puedo pasar bajo una obra sin que caiga cerca de mí un ladrillo o una viga de hierro. Ayer noche se hundió el cielo raso de mi dormitorio y estuve a punto de morir; tengo un hombro casi dislocado. Cuando voy a coger el metro siempre hay alguien que sin querer me empuja para que caiga a la vía. En pocas palabras, señor Wallace: ¡Tengo un miedo enorme de morir asesinado!
Los ojos de Jim ilumináronse alegremente.
—¿Ha abierto ya la caja de seguridad? —preguntó.
Benson negó con la cabeza.
—No —contestó—, no me atrevo a hacerlo. Temo que a la salida me esperase un regimiento de pistoleros para hacerme picadillo. Desde que tuve que retirarme de la policía mi salud no ha valido nada y no soy ya el hombre de antes. Por eso deseo pedirle que me acompañe usted a abrir la caja. Creo que es el único hombre capaz de esquivar a esa cuadrilla.
—¿Cómo esquivarla? —exclamó Jim—. ¡Nada de eso! Los atacaremos de frente para que descubran su juego. ¡Vámonos!
CAPÍTULO II
LA EMBOSCADA
Benson no quiso viajar en el metro y Jim no insistió tampoco en hacerlo. El Banco se hallaba en el número 200 de Wall Street, en pleno East Side. El hotel Massachussetts encontrábase en el extremo opuesto, en el West Side.
De momento él joven no hizo caso de la dirección que tomaba el chofer del taxi. En realidad se dirigía hacia el West Side, pero por el North River. Benson hizo algún comentario sobre esto y Wallace le tranquilizó diciéndole que el hombre tomaba aquel camino para evitar el numeroso tráfico que a aquellas horas llenaba las calles céntricas.
A medida que iban avanzando eran menos los vehículos que encontraban. Cuando al fin llegaron al West Twenties, no vieron ya ninguno. Estaban en los muelles del North River, a cuya derecha levantábase un alto tinglado, completamente desierto a aquella hora.
De pronto el chofer pisó el acelerador y, antes de que Jim o Benson pudieran detenerle, dio vuelta al volante hacia la derecha y se metió en el tinglado.
Jim empuñó con indescriptible rapidez su pistola. Inclinose hacia delante y, apoyándola en la espalda del chofer, le ordenó que se detuviera. El hombre, en lugar de obedecerle, siguió adelante. Entonces Wallace levantó el arma y la dejó caer con toda su fuerza sobre la cabeza del conductor.
Estaban ya dentro del tinglado y a cada lado veíase el agua del río. En frente aparecía una puerta de acero ondulado, abierta.
Cuando las manos del chofer abandonaron el volante, el taxi torció a la izquierda y después a la derecha, conservando toda la velocidad.
Cuando se encontraba a seis metros del borde del muelle, Wallace saltó al asiento del conductor y, tirando fuera del auto al inconsciente chofer, enderezó la marcha del vehículo. En seguida dio media vuelta, dispuesto a salir del tinglado por dónde había entrado. Al hacerlo vio avanzar hacia él dos automóviles. Inmediatamente la puerta de acero que cerraba la salida del tinglado empezó a bajar.
* * *
Jim F. Wallace pisó el acelerador y dirigiose hacia los dos autos, como si pensase pasar entre ellos. Al acercarse más vio que cada uno de los vehículos iba lleno de hombres armados hasta los dientes. Uno llevaba sobre las piernas un fusil ametrallador Thompson.
El detective mantuvo la dirección hasta llegar a unos cinco metros de los coches. Entonces, torciendo a la derecha, pasó rozando el vehículo en que iba el hombre de la ametralladora, quien, inmediatamente, empezó a tirar contra los neumáticos del taxi.
Jim empuñó una de sus pistolas y disparó dos veces con rápida sucesión. El de la ametralladora se desplomó. La lluvia de balas había cesado, pero el taxi avanzaba cojeando, reventado el neumático de una de sus ruedas traseras.
Volviendo la cabeza hacia su compañero, Wallace le vio echado en el suelo del taxi, disparando contra los gangsters que ocupaban los dos autos.
Como el avance del taxi se hacía difícil, el detective frenó y, tirándose al suelo, empezó a disparar contra el auto de la derecha, en tanto que Benson lo hacía contra el de la izquierda. Los atacados por Jim pararon el fuego un momento, tregua que aprovechó Wallace para tirar sobre uno de los pistoleros que atacaban a su compañero. El hombre cayó con la frente perforada por la certera bala.
En total sólo quedaron cinco adversarios.
Los del coche de la izquierda dispararon contra el detective, que se había puesto, momentáneamente, a descubierto. Su sombrero voló, impulsado por un proyectil.
La réplica del detective derribó a uno de sus atacantes, quedaban sólo dos gangsters en el vehículo de la izquierda y otros dos en el de la derecha.
Éstos, aprovechando el respiro que les concedía el joven, abrieron de nuevo el fuego contra él. Wallace no replicó; esperaba pacientemente una oportunidad. En el coche de la izquierda sólo un pistolero disparaba. Sin duda Benson se había deshecho del otro. Apuntando tranquilamente al solitario, Wallace aguardó a que se pusiera ante su pistola, y, cuando esto ocurrió, de un certero balazo, le hizo pasar a mejor vida.
¡La partida estaba ya igualada; eran dos contra dos!
Wallace agachose sobre los pedales del taxi y rápidamente puso en marcha el motor. El estruendo fue enorme y sin duda los dos gangsters debieron quedar sorprendidos, pues dejaron de disparar. Al fin, uno de ellos, no pudiendo resistir la curiosidad, asomó la cabeza por encima de su parapeto. Al momento fue alcanzado por un tiro de Wallace.
Éste, sin perder un segundo, saltó hacia el auto que resguardaba al bandido superviviente y disparó sobre él, al mismo tiempo que esquivaba el proyectil con que le recibió el gangster. Otro disparo fue suficiente para poner punto final a la batalla y el último pistolero rodó por el suelo.
* * *
A lo lejos sonaron las sirenas de los autos de policía. Sin duda alguien que oyó las detonaciones había avisado por teléfono al cuartelillo más próximo.
Con la pistola en la mano, Jim recorrió el lugar del combate, contando los hombres que él y Benson habían matado. En total eran siete, de los cuales seis vestían al estilo de los gangsters de postín. Sus ropas costaban el triple que un traje dos veces más bueno. La indumentaria del séptimo atacante era la de un hombre de negocios. Jim le miró la mano derecha.
El dedo índice no aparecía ennegrecido, como en los demás pistoleros. Sin duda aquel hombre se había limitado a dirigir el combate, sin tomar parte activa en él.
Al mirar con más atención la mano, el detective descubrió un curioso anillo. Era de oro con un sello de plata en el centro, y, en él, formado por brillantes, veíase el «número Dos».
Benson acercose a su compañero. Había permanecido sentado en el estribo del taxi, recobrándose de la emoción sufrida. Su aspecto era de gran debilidad, Jim recordó entonces que aquel hombre abandonó el Servicio por falta de salud.
Al ver el anillo que examinaba Wallace, el antiguo policía lanzó una exclamación de asombro.
—¡Es igual al que llevaba Taubeneck, sólo que aquél tenía marcado el «número Tres»!
—¿De veras? —preguntó interesado Jim Wallace.
El largo lamento de las sirenas había cesado, señal evidente de que la Policía acababa de llegar. Con toda rapidez el detective guardose el anillo. Lo hizo a tiempo, pues, dos segundos después, los agentes aparecían en escena.